La pueblada en Madrid se llevó el miedo por delante; por Andrea Benites-Dumont.

Desde el 15 de mayo en las calles de Madrid en que el número de manifestantes desbordaba los carriles, las aceras, también comenzaba a desbordar la alegría colectiva, contagiosa y recuperadora de tantas caminatas aparentemente baldías que esta vez llegaban al puerto inasible pero renacido de Ítaca.

La hartura de tanto cinismo, tanto robo, tanta usurpación, no sólo de los mínimos proyectos individuales de trabajo, estudio, vivienda -todos ellos derechos constitucionalmente contemplados- emerge el hastío de tanta degradación política, tanto maloliente contubernio económico, y se han abierto las plazas y las calles, y la rebelde libertad del ser humano ha echado a andar.

Por su parte, los acartonados partidos políticos se afanan en una esperpéntica campaña electoral, los momificados sindicatos siguen en sus congresos, los medios de comunicación editorializan cuál oráculos decadentes, sin que falten por su supuesto, los gurús apocalípticos y los que dan recetas para arribar a la tierra prometida.

Hay una comunitaria y sencilla recuperación de hálitos de libertad, justicia, dignidad, igualdad... Las comisiones que se articulan son funcionales a las necesidades de las gentes, los de la asamblea permanente y, de las gentes que este sistema perverso los obliga a andar como rastrojos mientras su deambular garantiza el lujo y oropel de los sectores dominantes.

Las acampadas en las plazas son un ejercicio descarnado y desnudo de la más esencial democracia, cosa que espanta al cartón piedra de los politiqueros profesionales, al despilfarro de las sanguijuelas que desfilan en el papel couché y en sus palacetes, a los obscenos sueldos de los que pregonan engaños y fraudes, a la moralina falsaria de las sotanas y conventos, a las charreteras parasitarias que acumulan y siembran bombas criminales, al canibalismo de los banqueros, a la zafiedad populista, al maltrato naturalizado...

Las acampadas en las plazas ponen en sencilla evidencia que otra forma vincular de sociedad es posible, que no hay un sino inmutable a la condición de mercancía que este sistema del capital impone con comedias y tragedias.

La alegría contagiosa de los andares colectivos, comunes, amontonados, sólo quitan lugar al miedo, a la resignación, al desánimo.

Puede ser que sólo quede este tsunami de conciencia ciudadana y humana como referencia en los vericuetos de la lucha de clases, pero vivir esta protesta social como si la misma fuera el alma que envuelve al cuerpo, es un privilegio que compartimos con los que nos precedieron en otros tiempos y los que recientemente partieron.